Dolores que Alivian: Un Puente Emocional Tendido en Medio de lo Cotidiano
En este viaje llamado "Escritor Resiliente", la vida me ha puesto en el camino historias que, por su simpleza, revelan la profunda belleza de las conexiones humanas. Hoy les comparto una que nació en un lugar inesperado y me hizo reflexionar sobre el verdadero valor de la empatía.
Alejandro Borges
10/21/20256 min read
Un Redescubrimiento de Conexiones
Este viaje emocional, porque en eso se ha convertido para mí el emprendimiento “Escritor Resiliente”, me ha llevado a un redescubrimiento de las conexiones humanas. Tal vez mis sentidos ahora estén más sensibles a esas señales, o tan solo se trate de que salí de “la Matrix” del mercado laboral y ahora tengo tiempo para observar la vida desde otro lugar.
Lo cierto es que hace poco me contaron una experiencia tan simple como hermosa.
En casa nadie tenía ganas de cocinar. Cuando digo “nadie”, me refiero a mi señora y a mí. Para ser honestos estamos en plena etapa “del síndrome del nido vacío”, de cuyas profundas garras nos rescata la presencia cotidiana de nuestra nieta, a quien cuidamos durante varias horas. Pero este día al que me refiero a mi señora no se le despertó su reconocida habilidad culinaria, y yo soy un desastre en la cocina. Mi triste límite que no excede el arroz con atún, no nos entusiasmaba. Entonces decidí ir a buscar algo a un bar del que somos clientes desde hace casi treinta años. Como se imaginarán, la relación con el dueño y encargados, no sé si se podrá calificar como amistad, pero sí hace tiempo que pasó la formalidad de comerciante-cliente.
A modo de ejemplo, les cuento que este día al que estoy haciendo referencia, surgió una duda sobre lo que quería comer mi señora. Entonces el encargado del bar me prestó su celular para confirmar las preferencias y prevenir un merecido rezongo a mi falta de atención. Hasta ahí sería un episodio mínimo y entendible. Pero lo verdaderamente sorprendente fue que cuando me dio el aparato, ¡ya había llamado a mi casa! Ese es el nivel de conocimiento y confianza que tenemos. A propósito, me prestó su teléfono porque yo, liberado de las ataduras del trabajo y los compromisos convencionales, ni siquiera me acordé de llevar mi celular. Algo que, antes de jubilarme, hubiera sido impensable.
Pero volviendo al tema que hoy quiero comentarles, esa relación tan cercana que tenemos con el barista, además de ser de la misma generación, de forma invariable nos lleva a hablar de la vida. Nuestras "nanas", los nietos, los temas sociales... En síntesis, mientras preparan el pedido, filosofamos sobre la vida. "Cosa de viejos", estará diciendo algún joven que lee estas líneas. Y, tal vez, tenga razón.
Un Acto de Simple Confianza
En ese contexto, se me ocurrió mencionarle a Luis (así se llama el encargado) que lo que él había hecho con tanta naturalidad era algo que yo valoraba mucho. La relación de confianza emergiendo de forma espontánea. La simpleza de prestar el teléfono es un acto sencillo pero muy cargado de significado.
Ese comentario fue el desencadenante para que Luis me narrara un episodio que habían vivido entre las cuatro y media y cinco de la tarde.
_ Hablando de estos temas, me dijo, hoy pasó algo que para muchos será una tontería, pero que a mí me terminó conmoviendo. Tenemos una cliente que llama una o dos veces por semana. Vive a unas pocas cuadras del bar. La señora es anciana y está sola. Los muchachos del turno del mediodía ya se habían ido. El horno estaba con el mínimo de fuego, lo manteníamos vivo solo para no tener que empezar de cero en la noche, cuando recomienza la actividad. Guillermo (el repartidor de los pedidos) hacía diez minutos que se había ido a su casa para sus tres horas de descanso, dado que regresa a eso de las diecinueve y se queda hasta el cierre, después de la medianoche.
_ Esta señora –continuó narrando Luis, apoyando sus puños cerrados en el filo del mostrador de mármol– me dijo que se había despertado de la siesta. No había almorzado nada y tenía hambre. Le expliqué que a esa hora no tenía cómo mandarle nada, pues no tenía gente. Que esperara una horita.
Pero el tema es que la señora en cuestión tiene casi noventa años y "necesitaba comer algo", destacó el narrador de esta historia con una sonrisa comprensiva.
Luis me agarró el antebrazo y con cara de desesperación me miró y prosiguió con su historia, citando las palabras de la mujer:
_ Bueno, no me va a quedar otra que agarrar el trozo de torta de fiambre que tengo en la heladera. Le sacaré lo verde de arriba y la pongo en el microondas.
"¡No te puedo creer!", exclamé sorprendido. Lo peor, prosiguió Luis, es que estoy seguro que lo iba a hacer. Entonces le dije que me dijera qué quería comer, que le íbamos a buscar la vuelta para llevárselo.
La señora hizo el pedido: una mozzarella, un fainá, un postre Chajá "y un vinito", sonrió Luis repasando el minúsculo pedido.
_ Quédese tranquila Doña Dolores, que en un rato estamos ahí.
Sin poder ocultar su emoción, Luis me confesó que cuando finalizó la llamada, no tenía idea de cómo iba a hacer para cumplir con su compromiso. Mauricio, el cocinero, le dio la solución. _Se la llevás vos Luis y yo te cubro esos minutos, dijo con absoluta sinceridad.
Pusieron manos a la obra. Lo primero fue reavivar el fuego y el propio Luis preparó y horneó la piza. En eso vio ingresar al local a su hermano (Jorge, el dueño), que venía a hacerse cargo del turno de la noche. Le contó lo que había pasado y decidieron que el propio Luis llevaría el pedido.
Hasta ahí todo genial, me dijo, prosiguiendo con la historia que por su sencillez y la creciente emotividad que despertaba en su narrador, me tenía atrapado. _Pero recién entonces me di cuenta que yo no tenía idea de la dirección exacta de la casa. Sabía la calle y las intersecciones, pero no cuál era la vivienda. No me quedó otra que molestar a Guillermo, que es el que siempre le lleva los pedidos, agregó.
Luis puso cara de arrepentimiento y me contó algo que al instante intuí, pues también conozco a Guille desde hace más de veinte años.
¡No me digas nada!, lo auxilié, pues la expresión de Luis evidenciaba la presencia de un incómodo nudo en su garganta. ¡Guille se vino para atrás!, agregué. Luis apenas pudo asentir con su cabeza, con los ojos vidriosos. _Sabés que sí. Ese tipo es un fenómeno. Trabaja como doce horas por día, con lluvia, frío, viento, perros, chorros, oscuridad, repartiendo comida arriba de esa motito. Y, así y todo, el único rato que tiene para descansar, se vino, dijo con vibrante emoción mientras sacudía la cabeza.
El tema es que a los diez minutos, mientras estaban envolviendo la pizza con mozzarella, el pedido ya estaba listo y Guillermo ingresaba al bar. Tomó la encomienda y antes de salir giró sobre sus pasos y le dijo a Luis:
_ Por favor, avisale a Dolores que no salga que hace mucho frío. Yo salto el muro y se lo acerco por la ventana.
Luis hizo una larga pausa y tomó un trago de agua. Era obvio que lo necesitaba para deshacer el nudo de emoción que se había incrustado en su laringe.
_ ¿Sabés en qué terminó la historia?, me dijo con la voz entrecortada. Dolores me llamó unos minutos después que se fue Guille para dar las gracias mientras lloraba emocionada. Ahí me di cuenta que todo había fluido con naturalidad. Nunca dejé de ser Luis. Mi hermano tampoco se puso el chip del dueño del bar pensando en vender un pedido cuando me sugirió ir. Y, Guillermo, ¿qué decir de él? Un crack perdido. Me sentí lleno de satisfacción. ¿Entendés de lo que hablo?, me dijo mirándome a los ojos conmovido. No existe una recaudación, ni venta récord, ni nada material que me dé la satisfacción que me hizo sentir es ser parte de toda esta historia.
Solo atiné a apretarle la mano y, como dije hace unas líneas arriba, algún joven se lo debe estar viendo venir, los dos terminamos con los ojos vidriosos, llenos de emoción.
¿Será que nos estamos poniendo viejos?, me preguntó Luis mientras me entregaba la cena. Tal vez solo se trate de la satisfacción de sentirse en esencia una buena persona.
Le respondí:
_Si a vos te hizo bien, imaginate lo que significó para Dolores. Con casi noventa años. Compartiendo la inmensidad de su casa con la soledad. Todos ustedes no le mandaron una mozzarella y un 'vinito', le mandaron un surtido de afecto.
Espero que esta historia les haya gustado tanto como a mí. Emulando a Neil Armstrong: un pequeño paso para Luis y Guillermo en este caso, pero un gesto gigante para la humanidad (teniendo a Dolores como receptora).
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Esta historia es un ejemplo de los desafíos que abordamos constantemente en la vida: la lucha contra el ego, el peso de las decisiones difíciles y la necesidad de reconstruir para avanzar.
Si esta reflexión sobre la condición humana y la búsqueda de la autenticidad resonó contigo, te invito a adentrarte en mi primer libro.
En él, profundizo a través de catorce historias reales (ficcionadas para proteger la identidad de los protagonistas), donde la resiliencia es la única respuesta para avanzar cuando toca enfrentar decisiones que ponen a prueba nuestra esencia.
