Dos Maestros, Dos Preguntas Clave: Las Lecciones Inesperadas de Charly y El Panca

Aquí les cuento como dos personas sin título universitario, pero graduados con honores en la Universidad de la Vida, me regalaron consejos sabios que me auxiliaron para resolver problemas y lograr una mejor y más fructífera relación con las personas. Una forma de empatizar, solucionar e incentivar, sin dejar de lado las responsabilidades.

Alejandro Borges

10/4/20256 min read

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Hola, querida comunidad de Escritor Resiliente.

Antes de sumergirnos en el tema de hoy, siento la necesidad inmensa de expresar mi gratitud y alegría. No solo por el ritmo constante de crecimiento de este espacio, sino, y sobre todo, por sus valiosas interacciones. Cada mensaje, cada reflexión, es un motor que me impulsa.

Ahora sí, vamos al grano. En esta ocasión, la experiencia que quiero compartir me resulta particularmente grata. ¿Por qué? Porque la aprendí de una persona muy querida, un ex compañero de trabajo que es casi veinte años menor que yo. Y eso demuestra algo fundamental: la edad y la experiencia de vida no siempre determinan quién es el maestro y quién el alumno. La sabiduría puede venir de cualquier parte.

Este amigo, Javier Leiva, conocido por todos como “Charly”, tuvo una vida realmente dura e intensa, llena de experiencias adversas que podrían haberlo desviado hacia la oscuridad existencial. Sin embargo, no solo "evitó la tentación del mal camino", sino que, contra todos los pronósticos, se convirtió en un hombre íntegro, un profesional de calidad intachable y construyó una familia hermosa. Es, sin duda, una de las personas que más admiro en el mundo.

La Primera Pregunta Correcta: La Clave de Charly

Este "maestro de la vida", tan rústico en su manera de interactuar como sabio al transmitir mensajes, fue quien me proveyó de una herramienta que, a lo largo de mi vida laboral (y muchas veces fuera de ella), me permitió encontrar soluciones a priori muy difíciles. Su enseñanza, compartida como un breve telegrama, dice así:

"La mayoría de los problemas se deben a elegir mal la primer pregunta."

"¿De qué me hablás, Charly?", le dije, sin lograr descifrar su acertijo.

"Cuando pasa una macana en el laburo", me explicó, "lo primero que preguntan casi siempre es: ‘¿Quién fue?’. Y eso te condena al fracaso si de verdad querés solucionar el problema y que no se repita. La primera pregunta tiene que ser: ‘¿Qué pasó?’."

Allí terminó su breve y magistral clase. El haber intercambiado con él este insignificante número de palabras ya era todo un logro, pero me había compartido la esencia de su sabiduría. Mi trabajo fue desarrollar el concepto.

"¿Quién fue?" vs. "¿Qué Pasó?": El Impacto en la Solución de Problemas

Lo que Charly me enseñó fue un error recurrente, según pude constatar con el pasar de los años. Casi de manera instintiva, el responsable de un área, una tarea, una tienda, una empresa, o lo que quieran, cuando se comete un error, lo primero que quiere saber es el nombre del responsable. Iniciar "la investigación" por este camino solo conduce a cerrar puertas:

  • Quien se equivocó se siente condenado de antemano y se pone a la defensiva. Es muy difícil que "confiese" o que aporte la información real.

  • El resto de las personas también quedan condicionadas. Si dan un nombre, se sienten "delatores" o "alcahuetes". Además, el mecanismo defensivo les activa el "hoy por ti, mañana por mí". Como solo no se equivoca quien no hace nada, mañana puede ser uno mismo el que esté en el banquillo de los acusados.

  • Se genera una suerte de "solidaridad negativa" o de pacto de silencio.

Como conclusión, lo más probable es que el problema o el error, tarde o temprano, se vuelva a repetir.

Sin embargo, si la primera pregunta que los líderes hacen cuando ocurre un problema es "¿Qué pasó?", eso implica un abordaje no solo más humano e inteligente, sino que centra el objetivo en el problema y no en la persona que lo cometió. A partir de esa apertura, se pueden averiguar los detalles, el contexto y las circunstancias que llevaron a generar el problema. En muchos casos, lo que se materializa como un error puntual termina siendo una sucesión de pequeñas imperfecciones, un encadenamiento de imperceptibles malas decisiones que en determinado momento estallan. Una vez detectadas las causas, se puede trabajar en la corrección de los errores y evitar que el problema se repita.

Lo más valioso de encarar la situación con la pregunta "¿Qué pasó?" es que, aun así, puede terminar conduciéndonos a un "¿Quién fue?". Pero eso ya sería una segunda instancia. En ese caso, si el problema termina siendo siempre la misma persona, evidentemente habrá que buscar otras soluciones. En mi caso, y aprendido en las canchas de fútbol, reconozco que en la mayoría de las situaciones me sirvió la metodología que aplican muchos árbitros: Primero, una amonestación (aviso) verbal. La segunda vez, tarjeta amarilla. Y si hay una tercera, la tarjeta roja. Aclaro que esto no quiere decir necesariamente despedir a la persona; muchas veces es confirmar que no está capacitada para esa tarea y lo que queda en evidencia es la necesidad de cambiarla de puesto, si es que se puede.

El Panca: La Autopista del Error y el Caminito del Reconocimiento

Al recordar esta enseñanza tan valiosa de Charly, me viene a la cabeza otra metáfora crucial que me enseñaron en mis años jóvenes. Esta vez, me la transmitió alguien mayor, mi padre: El Panca. Un hombre que se recibió en la "Universidad de la Vida". Apenas terminó la enseñanza primaria, pero tenía tanto "boliche" y tanto "vestuario" (tanta experiencia y conocimiento de la gente) que era un docente excepcional.

Ni bien comencé a trabajar, con tan solo 14 años, una de las primeras cosas que me transmitió El Panca fue una metáfora cuya esencia les comparto a continuación. Palabras más, palabras menos (seguramente menos), me dijo lo siguiente:

En el mundo laboral, el error es como una gigantesca autopista de doce carriles. Iluminada 24/7. Y hay un dedo índice acusador de muy fácil uso que de manera inmediata señala y evidencia no solo la equivocación, sino que apunta a la persona que la protagonizó. Eso ocurre en la mayoría de los trabajos y es de las primeras cosas que les enseñan a casi todos los jefes.

Por el otro lado, el reconocimiento por el buen desempeño, es un caminito apenas perceptible entre la hierba, situado al pie de las enormes columnas sobre las cuales se yergue la autopista del error o la equivocación.

Estos dos conceptos, según la filosofía de El Panca, se complementaban con las siguientes ideas: "El jefe debe ser respetuoso pero severo y exigente. Si se les da libertad de acción, los trabajadores tenderán a rendir menos. Y en el otro extremo: No se deben reiterar los elogios a los laburantes. Si se hace eso, en poco tiempo la empresa va a recibir una solicitud de aumento de salario. No hay que felicitarlos, pues se les contrató y se les paga justamente para eso, para que hagan las cosas bien. Así que la felicitación es el pago de su salario."

Cuando recibí esta información, si bien la atesoré, no pude digerirla completamente hasta que ya pesaban sobre mis hombros varios años de trabajo. Por casualidades de la vida, antes de los treinta años ya era jefe. Eso me permitió ver lo mucho que se usaba la autopista del error y cómo ese dedo acusador se disparaba de manera automática. Con tristeza, también comprobé la "sabiduría" de mi padre con el caminito apenas visible del reconocimiento.

Durante mucho tiempo luché contra estos principios rectores del flujo laboral. Incluso hice un curso sobre "Caricias Positivas" que me consolidó en esa lucha. Allí nos hablaron de las necesidades primarias (agua, comida, casa), las secundarias (mejor trabajo, ascensos, mejoras salariales, las "zanahorias" de la vida) y las terciarias (lujos y la capacidad de darse todos los gustos).

Pero aquí, en este minúsculo grupo de necesidades "terciarias", encontré la mayor consolidación de mi rechazo a esos principios rectores del relacionamiento laboral. En el curso, nos habían dicho que en general las "caricias positivas" tienen un sentido descendente. Esa información me quedó dando vueltas en la cabeza. No terminaba de entender esa lógica.

Entonces, un día se me ocurrió una pregunta reveladora: si las caricias positivas son descendentes, ¿quién le hace una "caricia positiva" al dueño o al jerarca máximo? La respuesta fue obvia: ¡nadie!

Ese día comprendí que nadie en el ámbito laboral puede tenerlo todo. Desde el punto de vista material, quien está en la cima puede tener cuanto desee. Pero, casi curiosamente, tiene vedado el reconocimiento genuino a sus aciertos. Sus acciones podrán generarle mucho dinero, pero -a no ser en contadas excepciones- recibirá una palmada sincera en el hombro de alguien que le diga: "¡Qué buen trabajo que hiciste!", "¡Te felicito!", "¡Es un orgullo trabajar contigo!", "¡Lo que hiciste ayer fue espectacular!".

Y esas caricias positivas, créanme porque lo he vivido, muchas veces no llegan al estómago del trabajador (no son dinero), pero sí le alimentan el alma y lo motivan mucho más que cualquier cifra de dinero.

Para Cierre y Reflexión:

Me despido no sin antes recordarles que en Escritor Resiliente no se dan lecciones de vida ni se pretende sentar cátedra. En este caso, por tratarse de mi padre y de una persona a la que tanto admiro (Charly), mi autenticidad me llevó a destacar no solo sus enseñanzas, sino los resultados que obtuvieron. Pero esto no es más que lo de siempre: compartir una experiencia de vida, con la humilde invitación a la reflexión personal.

Hasta la próxima.