La paradoja de nuestra era: ¿Tanta conexión nos desconecta?
En este artículo abordo el tema de las comunicaciones que provocan incomunicación. Un almuerzo con amigos me hizo pensar en el pasado y también llegó a mi cabeza una lección, muy profunda y reveladora, sobre las relaciones intergeneracionales.
8/13/20254 min read
En este nuevo camino que he emprendido en la comunicación, hay una paradoja que me golpea con particular fuerza: la misma era que ha diversificado y facilitado como nunca nuestras comunicaciones, ha engendrado una enorme y profunda incomunicación "cara a cara". No descubro nada nuevo si digo que basta subir a cualquier transporte público —ómnibus, tren, metro— para ver una marea de rostros "ensimismados", hipnotizados por la pantalla de su celular.
Pero esta escena, si cabe con mayor dramatismo, se repite en nuestras reuniones sociales y, lo que es aún más preocupante, en el mismísimo seno familiar.
Una mesa, cuatro mundos
Hace algunos días, almorzaba con amigos en un restaurante y mi mirada se detuvo en una familia. Padre y madre, de unos cuarenta y tantos; sus hijos, un adolescente y una niña de diez u once años. Mientras esperaban su almuerzo, cada uno estaba sumergido en su propio universo digital. Sus cuerpos compartían la misma mesa, pero sus mentes estaban en otro lugar. Hipnotizados, atrapados, como esclavos de esos "aparatitos" que hace rato dejaron de ser un simple teléfono al estilo de Alexander Graham Bell. Ahora, todo el mundo cabe ahí dentro: la diversión, los amigos, los chismes, las noticias (verdaderas y falsas), los deportes, las respuestas médicas, gastronómicas y cualquier cosa que se nos ocurra.
Por un instante, esa imagen familiar me provocó una mezcla extraña de nostalgia y tristeza. La escena me retrotrajo a mi propia infancia, a la "sagrada ceremonia" del almuerzo familiar. Mi padre, que trabajaba a una cuadra de casa, descansaba entre las 12 y las 13 horas. Mi hermano y yo, al salir de la escuela, llegábamos a casa en minutos. Mamá siempre tenía la comida pronta. Quitarse la túnica, lavarse las manos y ¡a comer! Papá ya estaba instalado en la mesa. En esa media hora, éramos "interrogados" con detalle: sobre los deberes, las tareas de la mañana, y si nos habían mandado más trabajo para la tarde. Mis padres hablaban de la casa, de la familia, de alguna novedad en el trabajo.
Mientras esas imágenes de tono sepia se sucedían en mi cabeza, sin querer, regalé a la familia vecina una mirada de lástima. "No saben lo que se pierden", pensé.
Sócrates y la eterna queja
Pero al instante, una frase que escuché en un curso en la Universidad de Montevideo regresó a mi memoria y marcó un antes y un después en mi perspectiva sobre la convivencia. Una profesora española comentó: "Ahora los chicos aman el lujo. Tienen malas maneras, desprecian la autoridad; no respetan a los mayores y prefieren la cháchara al ejercicio". Hizo una pausa y nos preguntó si estábamos de acuerdo. La enorme mayoría, si no todos, asentimos. Lo que vino después fue un golpe: "Estas palabras no son mías. Las dijo Sócrates".
Desde ese día, cada vez que me asalta la tentación de pensar que "lo de antes era mejor", las palabras de Sócrates vuelven para frenarme. En ese restaurante, la lástima se desvaneció. Comencé a mirar a la familia vecina con otros ojos. Esa es la realidad que les ha tocado vivir. No se trata de "mejor o peor". En esa mesa, estaba presenciando cómo funcionan las comunicaciones hoy en día.
Avance, retroceso y la nueva realidad generacional
Lo más impactante es que, en cuestión de unas pocas décadas, todas las reglas no escritas sobre la comunicación, especialmente las vinculadas a la inmediatez, han cambiado radicalmente. Sería ingenuo negar que esto es un avance maravilloso. Mi madre, por ejemplo, habría dado cualquier cosa por poder comunicarse conmigo al instante cuando yo, siendo joven, salía por las noches. Se quedaba casi en vela hasta que yo llegaba a casa de madrugada y solo al escuchar la puerta, respiraba aliviada.
Pero, una vez más, la vida nos demuestra que no se trata de bueno o malo, ni de mejor o peor. Como las palabras de Sócrates lo señalaron, lo que da o quita valor a las cosas es, a menudo, la subjetividad. Como seres humanos, nuestra existencia es inherentemente egocéntrica; vemos el mundo desde nuestra propia burbuja. Por eso, lo que vivimos y experimentamos lo entendemos y valoramos "en sus justos términos". Sin embargo, lo que hacen o cómo actúan los demás —especialmente en las comparaciones generacionales— a menudo nos resulta incomprensible.
De todas formas, y con total honestidad, creo que estamos viviendo un momento de cambio histórico sin precedentes. Nunca antes, hasta ahora, una generación más joven —en términos generales y relativos— había sabido más que su predecesora. Si te cabe alguna duda, pregúntale a cualquier abuelo que tiene un problema con su teléfono celular o su computadora y le pide ayuda a su nieto. Seguro el niño lo resuelve en segundos, algo con lo que el hombre con experiencia de vida estuvo luchando durante horas o incluso días sin poder superar.
El mundo cambia de forma permanente. Evoluciona en algunos temas e involuciona en otros. Lo que a mí me sigue llamando poderosamente la atención es la paradoja de estos días. Volviendo al ejemplo de la familia en el restaurante: se me hizo imposible no imaginar que, mientras ellos se ignoraban, sus respectivos interlocutores digitales, también estaban sentados en una mesa o compartiendo un lugar físico con otras personas a las cuales ignoraban. La gran pregunta que me queda en el aire es: ¿Cómo es posible que tanta comunicación termine generando una incomunicación tan voraz?
¡Hasta la próxima! Los dejo porque mi nieta me está haciendo una videollamada.